Hacia 1618, Velázquez cubre la «superficie» del lienzo, que hoy
conocemos como Vieja friendo huevos (expuesto en la National Gallery of
Scotland de Edimburgo) con su reposado pincel. Una mujer, una vieja
sentada ante un anafe de barro, fríe huevos. Le asiste un muchacho, un
niño. Ambos posan con un solemne equilibrio «en el medio de las cosas»,
de los objetos. Se ha hablado de incomunicación de ambos personajes: las
miradas no se cruzan. Pero el cuadro constituye el ejemplo más claro de
la comunicación representada, si no reducimos la comunicación a las
miradas (a la contemplación), y aunque las incorpore, sino a las
operaciones (a las «ceremonias» y a las «instituciones»), porque la
comunicación entre los sujetos no es posible sin los objetos. Este es el
meollo del asunto. Vamos a desmigarlo.
Hay en el cuadro una gran
variedad de objetos. El mozo, de rostro iluminado, abraza una hermosa
pieza de melón y, con su mano izquierda, avanza una garrafa de vidrio
(se ha dicho que con vino). La mujer maneja el cucharón de madera,
«cuenca de la más antigua mano del hombre», mientras tiene preparado
otro huevo con la zurda: se ha hablado de símbolo de regeneración. Al
fondo, colgados de la pared, aparecen un pajizo cabás y varios candiles
de bronce. Pero el pincel de Velázquez también nos ha representado un
plato blanco sobre el que reposa un escorzado cuchillo, un mortero de
bronce, dos jarras de barro, un recipiente de bronce apoyado en el
anafe, sobre el cual, en una cazuela de barro, se fríen dos huevos.
Probablemente haya que reconocer que la vieja represente, en cierta
manera, la experiencia portando en su mano izquierda el huevo como
símbolo de la regeneración y el mozo simbolice la transparencia de un
fruto aún por abrir. Pero más allá de este simbolismo, más o menos
convencional, hay un sesgo operatorio. El centro del cuadro esta
clausurado por el juego de las manos. En este sentido no hay naturaleza
muerta: el bodegón aparece con todas sus características genuinas, pero
orientando las ceremonias de los sujetos. En la ceremonia de freír
huevos se conjugan las operaciones de la mujer y del niño. Las miradas
del niño y de la vieja no se cruzan porque lo que se cruza son las manos
y, por ende, los cuerpos, en un sistema de operaciones canalizadas por
la ceremonia de freír huevos. Las operaciones cobran sentido a través de
los objetos, los cuales, a su vez, reclaman a los sujetos. El cuadro,
pues, encierra un mundo en las dos dimensiones determinadas por el
lienzo. El entretejimiento de las operaciones (quirúrgicas) queda
patente mediante el recurso del artista a la composición de un aspa:
mano derecha con mano derecha, mano izquierda con mano izquierda, «con
solución de continuidad»: a través de los objetos.
La obra Vieja friendo huevos describe una ontología de los cuerpos. Pero los cuerpos no cobran toda su importancia, la plenitud de su corporeidad, si no es a través de las «instituciones culturales» (dialelo) entre las que el cuerpo aparece como una más: este anafe, aquí, que nos remite a un complejo de instituciones culinarias y gastronómicas; esa escudilla, ahí, que nos pone ante la paciente obra del artesano. Pero también la sabiduría y la experiencia de la vieja que fríe huevos. La experiencia de la vieja no puede ser otra cosa que el regressus de las instituciones que nos remiten, de una en otra, hasta el núcleo basal que quepa reconocer en cada cual. Acaso un torno de alfarero, acaso un percutor prehistórico, acaso el fuego mismo. ¿No ha tenido que hacer este regressus Velázquez para poder progresar sobre el lienzo? Escudillas, artesas, recipientes, morteros, candiles, etc., cuando son vistos como naturalezas muertas, responden a una consideración distributiva de los mismos objetos. Pero el artista, al disponerlos en la superficie de este lienzo, así, engranados en las operaciones, en la ceremonia de freír huevos, los acoge bajo una perspectiva atributiva. Aquí reside la unidad del cuadro. ¿Significa ello que no se pueda poner en conexión ésta con otras obras de Velázquez?, ¿significa su clausura en la inmanencia de este lienzo? Su popularidad ha hecho de ella una de las escenas más significativas del Barroco español. El asunto tratado por el maestro supone una absoluta novedad, ya que hasta ahora nadie se había atrevido a representar en la pintura española escenas tan aparentemente triviales como ésta. En primer plano vemos a una anciana cocinando unos huevos en un hornillo de barro cocido, junto a un muchacho que porta un melón de invierno y una frasca de vino. Ambas figuras se recortan sobre un fondo neutro, empleado para destacar aun más los contrastes entre la luz y la sombra, una de las características que le sitúan en la órbita del Naturalismo tenebrista. En la zona de la derecha contemplamos uno de los mejores bodegones del arte español, formado por varios elementos metálicos, vasijas de cerámica y una cebolla colorada. Para que el espectador pueda contemplar con más facilidad estos elementos, el maestro nos levanta el plano de la mesa y el hornillo de barro, empleando de esta manera una doble perspectiva con la que se anticipa a los impresionistas. El realismo de los personajes es digno de mención; la suciedad del paño con el que se cubre la cabeza la anciana o el corte del pelo del muchacho nos trasladan al mundo popular que contemplaba a menudo Velázquez. Incluso se piensa que la anciana podría ser el retrato de su suegra, María del Páramo, mientras que el muchacho sería un ayudante de su taller, posiblemente Diego Melgar. Los tonos empleados indican el conocimiento de obras de Caravaggio, bien a través de copias bien de grabados; así destaca el uso de los tonos ocres y pardos que contrasta con el blanco, reafirmando ese contraste la utilización de tonalidades negras. La minuciosidad de la pincelada, a base de pequeños toques que apenas son apreciables, contrasta con la factura suelta de sus últimas obras como Las Meninas. Más intrascendente es el debate provocado entre los especialistas por la manera que la anciana prepara los huevos, afirmando unos que los está friendo, otros que los está escalfando y otros que los cuece.
La obra Vieja friendo huevos describe una ontología de los cuerpos. Pero los cuerpos no cobran toda su importancia, la plenitud de su corporeidad, si no es a través de las «instituciones culturales» (dialelo) entre las que el cuerpo aparece como una más: este anafe, aquí, que nos remite a un complejo de instituciones culinarias y gastronómicas; esa escudilla, ahí, que nos pone ante la paciente obra del artesano. Pero también la sabiduría y la experiencia de la vieja que fríe huevos. La experiencia de la vieja no puede ser otra cosa que el regressus de las instituciones que nos remiten, de una en otra, hasta el núcleo basal que quepa reconocer en cada cual. Acaso un torno de alfarero, acaso un percutor prehistórico, acaso el fuego mismo. ¿No ha tenido que hacer este regressus Velázquez para poder progresar sobre el lienzo? Escudillas, artesas, recipientes, morteros, candiles, etc., cuando son vistos como naturalezas muertas, responden a una consideración distributiva de los mismos objetos. Pero el artista, al disponerlos en la superficie de este lienzo, así, engranados en las operaciones, en la ceremonia de freír huevos, los acoge bajo una perspectiva atributiva. Aquí reside la unidad del cuadro. ¿Significa ello que no se pueda poner en conexión ésta con otras obras de Velázquez?, ¿significa su clausura en la inmanencia de este lienzo? Su popularidad ha hecho de ella una de las escenas más significativas del Barroco español. El asunto tratado por el maestro supone una absoluta novedad, ya que hasta ahora nadie se había atrevido a representar en la pintura española escenas tan aparentemente triviales como ésta. En primer plano vemos a una anciana cocinando unos huevos en un hornillo de barro cocido, junto a un muchacho que porta un melón de invierno y una frasca de vino. Ambas figuras se recortan sobre un fondo neutro, empleado para destacar aun más los contrastes entre la luz y la sombra, una de las características que le sitúan en la órbita del Naturalismo tenebrista. En la zona de la derecha contemplamos uno de los mejores bodegones del arte español, formado por varios elementos metálicos, vasijas de cerámica y una cebolla colorada. Para que el espectador pueda contemplar con más facilidad estos elementos, el maestro nos levanta el plano de la mesa y el hornillo de barro, empleando de esta manera una doble perspectiva con la que se anticipa a los impresionistas. El realismo de los personajes es digno de mención; la suciedad del paño con el que se cubre la cabeza la anciana o el corte del pelo del muchacho nos trasladan al mundo popular que contemplaba a menudo Velázquez. Incluso se piensa que la anciana podría ser el retrato de su suegra, María del Páramo, mientras que el muchacho sería un ayudante de su taller, posiblemente Diego Melgar. Los tonos empleados indican el conocimiento de obras de Caravaggio, bien a través de copias bien de grabados; así destaca el uso de los tonos ocres y pardos que contrasta con el blanco, reafirmando ese contraste la utilización de tonalidades negras. La minuciosidad de la pincelada, a base de pequeños toques que apenas son apreciables, contrasta con la factura suelta de sus últimas obras como Las Meninas. Más intrascendente es el debate provocado entre los especialistas por la manera que la anciana prepara los huevos, afirmando unos que los está friendo, otros que los está escalfando y otros que los cuece.