Referirse a las obras de orfebrería de alta calidad inevitablemente trae a la memoria una de las obras más emblemáticas de todos los tiempos, una pieza mítica que no fue concebida para su exhibición pública sino para el boato íntimo de la corte francesa en tiempos del Renacimiento. Se trata del salero que cincelara en 1543 Benvenuto Cellini para Francisco I, destinado a presidir la mesa en los banquetes de gala, una obra que desde el momento de su realización se convirtió en una de las joyas más preciadas de la corona.
Por eso no puede extrañar que cuando el salero sorprendentemente fue robado el 1 de mayo de 2003 del Kunsthistorisches de Viena, donde está depositado en la actualidad, la noticia conmocionara a medio mundo, especialmente a los ambientes artísticos, pues desaparecía la que está considerada como la mejor pieza de orfebrería europea, culmen de creatividad y perfección técnica en el apartado de las artes decorativas. Afortunadamente el salero pudo recuperarse el 21 de enero de 2006, después de permanecer enterrado en una caja de plomo en un bosque próximo a la ciudad austriaca de Zwettl, gracias a la difusión por la policía de fotos de Robert Mang, sospechoso del robo, que tras ser reconocido por sus familiares se entregó declarándose culpable y devolviendo el botín robado aprovechando unas obras de remodelación del museo.
Hasta que Cellini realizara esta obra, las grandes piezas de orfebrería, siempre vinculadas al poder, habían sido principalmente realizadas para la Iglesia en forma de cruces, relicarios y suntuosos objetos litúrgicos en metales nobles, así como para las monarquías gobernantes convertidas en símbolos bajo la forma de coronas, cetros, armas, armaduras, etc. De ahí que sea sorprendente que esta fabulosa pieza tuviera como cometido el de un simple salero de sobremesa, como aparente accesorio en las fiestas gastronómicas, aunque en realidad destacaba sobre el resto de las piezas de los ajuares por la poco frecuente calidad de su trabajo artístico y por los lujosos materiales empleados en su elaboración, facultades suficientes para epatar a los invitados ilustres y resaltar la magnificencia de la corona francesa, que como en otras cortes europeas durante el Renacimiento incorporó el gusto por decorar las mesas con lujosas piezas suntuarias, fuentes, jarras, etc., elaboradas generalmente con técnicas mixtas en las que se combinaban metales nobles con cristal de roca tallado y piedras semipreciosas.
El célebre salero tiene una base ovalada que alcanza los 33 cm. de largo sobre la que se asientan figuras humanas y animales, con una altura total de 26 cm. Su composición ofrece una gran originalidad y un acabado exquisito, todo ello fruto de la genialidad creativa y del dominio del oficio de Benvenuto Cellini, que a pesar de sus magníficos bronces como escultor siempre declaró que su verdadera vocación era la de orfebre, actividad en la que no tuvo rival en su tiempo, siendo también autor de un tratado teórico que recoge las pautas a seguir en distintas modalidades de creación artística.
Las obras de Cellini estaban siempre precedidas de estudios previos en los que destacaba una seguridad y elegancia poco frecuentes. Por ello sabemos que la idea de esta joya se gestó a partir de modelos preparados muchos años antes para Ippolito d'Este, cardenal de Ferrara y mecenas protector del artista. Está enteramente realizada en oro y plata, con aplicaciones de esmaltes sobre las superficies y su significado trasciende a la mera funcionalidad por estar concebido como una alegoría de los bienes que proporciona la naturaleza al hombre, con cada uno de los elementos previamente premeditados con minuciosidad, muy de acuerdo al gusto de la refinada corte francesa.
En el salero destacan las figuras sedentes y enfrentadas de dos dioses que simbolizan al Mar fecundando a la Tierra, idea encarnada por Neptuno, dios del mar, y Ceres, diosa de la agricultura, las cosechas y la fecundidad. Son dos figuras, de delicada belleza en sus anatomías y ademanes, que toman contacto entrelazando sus piernas, simbolizando el fluido de su unión la producción de sal marina, un ejercicio intelectual que dota a la pieza de una carga de sensualidad no disimulada.
Neptuno representa el elemento masculino y porta un tridente con veladas alusiones fálicas. Su anatomía es vigorosa, rotunda, y se adorna con una sutil cinta en el cabello esmaltada en azul. Está apoyado sobre una concha esmaltada en blanco y cuatro caballos marinos que emergen entre aguas procelosas, con aplicaciones esmaltadas en color azul, por las que discurren algunos peces de gran tamaño. A su lado aparece una nave sobre las aguas, decorada con labores preciosistas, cuyo refulgente cuenco está concebido para contener la sal marina.
Sentada frente a frente, con el cuerpo ligeramente desplazado hacia atrás, se halla la figura femenina, todo un alarde de elegancia y belleza, apoyada sobre un delicado paño tendido en el suelo que aparece decorado por flores de lis, símbolo de la corona francesa. No se escapa que su gesto hace referencia a la fertilidad, con una de sus manos acariciando un pecho y la otra hundida recogiendo los frutos de la tierra en el cuerno de la abundancia. Incluso se ha llegado a interpretar la posición de sus piernas como una alusión a las montañas y llanuras de la madre Tierra. A su alrededor asoman las cabezas de los más bellos animales terrestres, entre ellos un elefante elegido expresamente por el monarca. Junto a su mano se levanta un pequeño templo jónico con forma de arco de triunfo que en realidad es un recipiente cerrado para contener la pimienta, con pequeñas deidades en las hornacinas laterales y una alegoría de la abundancia sobre la tapa en forma de elegante desnudo recostado.
La base de la peana está recorrida por una franja cóncava en la que se insertan entre formas ovaladas pequeñas figuras de divinidades, algunas de las cuales están tomadas sin reparos de las figuras del Día y el Crepúsculo que elaborara Miguel Ángel en los sepulcros florentinos de los Medici. En los fondos presenta aplicaciones esmaltadas en rojo y verde que con su colorido contribuyen a realzar la espectacularidad de la pieza y a destacar la delicadeza de las pequeñas figuras fundidas y cinceladas en oro.
Estilísticamente las figuras se ajustan a la corriente manierista implantada en el arte italiano durante el Cinquecento, de la que el propio Cellinies uno de sus mayores representantes, tomando como base personajes de la mitología romana para recrearlos con total libertad en todo un alarde de creatividad y con una ejecución técnica impecable, una constante en toda su obra realizada en todo tipo de materiales. Las figuras presentan la estilización que el escultor aplicó a otras de sus obras en bronce, con un minucioso trabajo anatómico y múltiples detalles narrativos, abundando las posturas antinaturales, de clara inspiración miguelangelesca, que se traducen en figuras extremadamente elegantes y expresivas, consiguiendo convertir un trabajo de orfebrería en un exquisito grupo escultórico pleno de grandiosidad y belleza.
La obra se circunscribe a los trabajos que Cellini realizara para el rey Francisco I durante su segunda estancia en la corte de Fontainebleau y venía precedida de otros trabajos de joyas y adornos con pedrería que había realizado en Roma para la esposa de Girolamo Orsino, una actividad que le había proporcionado tanto prestigio que le obligó a tener hasta ocho colaboradores en el taller. Pero también en esta dedicación conocería la otra cara de la moneda, cuando sus competidores, seguramente movidos por la envidia, favorecieron un proceso en el que estuvo acusado de haber robado una serie piedras preciosas que el papa Clemente VII le había hecho desmontar durante el Saco de Roma.
Con el papa hostil y dañada su reputación, fue encarcelado en el Castel Sant'Angelo de Roma, de donde consiguió escapar gracias a la ayuda de los cardenales Pucci, Cornaro y el ya citado Ippolito d'Este, para los que realizó trabajos numismáticos. Aquella situación desfavorable fue la que le hizo regresar a Francia, donde el monarca se contaba entre sus admiradores después de que Ippolito d'Este le regalara en 1541 unas figuras cinceladas por Cellini que habían sido muy del gusto de Madame d'Etampes, amante del rey. Fue entonces cuando Francisco I le encargó el salero, para el que manifestó estar dispuesto a proporcionar todo el oro necesario.
Rodeado de orfebres franceses y alemanes como colaboradores, Cellini realizó en 1542 el relieve en bronce de la Ninfa de Fontainebleau y al año siguiente el deseado salero. Pero no habían acabado los problemas de su azarosa vida, pues en 1545 tuvo que abandonar apresuradamente Francia, regresando a Italia, al ser perseguido acusado de haber robado al monarca unas copas que el artista tenía intención de regalar al cardenal Ippolito d'Este. En Florencia continuaría trabajando bajo el mecenazgo de Cosme I de Médici, Gran Duque de Toscana.
En la corte francesa quedó uno de los objetos suntuarios que representa lo más genuino del arte manierista. Posteriormente el salero, que Cellini describe minuciosamente en su Autobiografía como una alegoría de "Terra e Mare", fue regalado por Carlos IX de Francia al archiduque Fernando II del Tirol, pasando a formar parte de la colección de arte que los Habsburgo tenían en el castillo de Ambras. En el siglo XIX sería entregado al Kunsthistorisches Museum de Viena, donde está catalogado como una de sus obras más preciadas y donde sigue dejando atónito a quien lo contempla.
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