A finales del siglo XVII la ciencia empieza a establecer una lenta pero imparable separación de la bola de supersticiones que se había ido formando con el rodar de los tiempos. Incluso en un período de la historia de España considerado como de decadencia, el reinado de Carlos el “Hechizado”, encontramos personajes que, sin haber abandonado del todo las doctrinas precientíficas, ya anticipan discusiones que habrán de alcanzar su pleno vigor en el XVIII. Hablaremos hoy de una especie de “eslabón perdido” entre los alquimistas y los ilustrados.
El final del siglo XVII en la larga lista de reinos y posesiones que se gobernaban desde Madrid es un período que hay que analizar con bastante detenimiento y cuidado, y sin dejarnos llevar por la historiografía de brocha gorda. Es cierto que la decadencia política, comercial e intelectual de España era un hecho: lo mágico, legendario y sobrenatural contrastaban con un pujante norte que producía talentos como Isaac Newton. Pero entre la incultura y la desidia generalizadas, se estaban abriendo camino personajes que anticipaban lo que iba a ser el siglo de la Ilustración. Con la política del valido Juan José de Austria se hicieron tentativas de traer profesionales extranjeros que ayudaran a los de aquí a establecer algún tipo de proto-industrias. Los conocidos como “novatores” quieren insuflar aire fresco también a la apolillada vida filosófica…
Moisés de Charas nació en 1618 en Uzés, sur de Francia, y apareció en Madrid en 1684. Era boticario en unos tiempos en que los farmacéuticos como profesión empezaban a buscarse una diferenciación clara con respecto de los médicos. La separación había empezado unos trescientos años antes, pero en tiempos de don Moisés todavía había numerosas interferencias mutuas entre los dos gremios, con zancadillas corporativas, políticas y legales
Llegaron a Francia tiempos de persecución religiosa hacia los protestantes, fé que practicaba el boticario, que tuvo que abandonar su establecimiento de París y partir hacia el exilio. Varios países requirieron sus servicios, como Inglaterra u Holanda, y allí continuó con su actividad, que puede considerarse de puente entre los últimos ecos de la alquimia medieval y los primeros cimientos de la química propiamente dicha.Por aquellos años, igual que Sevilla era la puerta de entrada de América en Europa, por Venecia llegaban al Viejo Continente las mercancías de Asia, y gracias a ello, los venecianos tenían un verdadero monopolio en la fabricación de medicamentos primitivos, cuyas fórmulas guardaban en secreto, pero que se basaban en la mezcla de varios de los productos que traían desde miles de millas al este. El más reputado de estos brebajes era la llamada “triaca”, al que se atribuían poderes contra casi todos los males, y en cuya composición intervenían desde regaliz, mirra y goma arábiga a carne de víboras, mezcla propia de una bruja de los cuentos infantiles, pero que da una idea de lo rudimentaria que era la ciencia del momento. Moisés de Charas se dispuso a romper el monopolio de los venecianos, y en 1668 hizo público el procedimiento para elaborar la triaca, lo que le valió el reconocimiento oficial del rey de Francia. Para su estudio, el boticario hizo amplias investigaciones sobre las víboras, sus órganos internos, su modo de reproducción y su veneno, que habrían de serle muy útiles en trabajos posteriores. Fue, por tanto, un proto-zoólogo además de un proto-químico.
La fama de Charas había llegado a España, y en 1684 fue uno de los sabios elegidos para intentar apuntalar la salud del rey Carlos II, siempre precaria. A pesar de las diferencias religiosas, aceptó el trabajo en una corte católica y el traslado a muchas millas al sur, pero enseguida, a pesar de su labor, acabó chocando, no solo con los inquisidores, sino con las envidias del propio corporativismo de los “científicos” de la Celtiberia. Charas combatió la superstición de que las víboras de Toledo, y del territorio circundante a Toledo en 12 leguas de radio, eran inofensivas, con experimentos en los que se veía claramente como estos animales eran igual de peligrosos que sus congéneres de fuera de Toledo, y atacaban a los pollos. La leyenda había sido propagada como tradición por el Arzobispado para favorecer la fama de “santidad” de uno de sus titulares, y las averiguaciones del boticario resultaron incómodas para el poder espiritual de entonces: fue encarcelado y sometido a un proceso por la Inquisición, y habría acabado sufriendo condena grave de no ser por sus contactos con la diplomacia de los Países Bajos, que consiguió su excarcelación y huida definitiva de España en 1689.
Tras otra estancia en las tierras holandesas donde había sido tan bien acogido, pudo regresar finalmente a su Francia natal, donde falleció en 1698. Sus herederos y continuadores mantuvieron la botica de París en funcionamiento hasta bien entrado el siglo XIX.
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