Dice la copla popular que "Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena, con los ojos de misterio y el alma llena de pena". Los ojos de la Otero, en este cuadro que hoy vemos, son como el espejo de su alma, un alma torturada y llena de pena ya desde sus comienzos.
Cuentan los que han examinado las huellas de sus pasos por el mundo que, ya desde niña, con apenas doce años, fue destrozada. Las lesiones de su cuerpo tardaron semanas en curar. Las de su alma no se curaron nunca. Nunca jamás consiguió amar a un hombre pero consiguió que muchos hombres enloquecieran hasta el extremo de llegar a perder la vida por ella.
Nacida en Valga, una aldea de la provincia de Pontevedra, la Bella Otero fue Agustina, Carolina o Carmen, pues todos esos nombres adoptó según los momentos en que los usó. Rodeada de la leyenda y del misterio que envuelve gran parte de su vida se cuenta que huyó de Valga con un grupo de cómicos portugueses que habían acampado en esa aldea. Con ellos parece que llegó a Barcelona para aparecer más tarde en Marsella donde la encontraría un empresario estadounidense un tal Ernest Jurgens que se enamoraría profundamente de ella. Jurgens la formaría como bailarina y cantante poniéndole un profesor de música y de baile y la lanzaría en Nueva York en el famoso Eden Musee, un lugar ubicado en pleno Manhattan, en la 23 Street, una especie de recinto temático que empezó como museo de figuras de cera en 1884 y acabó montando espectáculos de vodevil donde la Bella Otero se ganaría al público neoyorquino con sus pases de bata y mantón. Alcanzada la fama, arruinado Ernest Jurgens que lo había invertido todo para que ella triunfase, esta lo abandonaría y Jurgens encabezaría la lista de los hombres que morirían por el amor de aquella mujer.
Después vendría París. Precedida de la fama obtenida en Nueva York se convertiría a comienzos del siglo XX en la reina del Folies-Bergere, una reina a la que vendrían a visitar los hombres más famosos y ricos del mundo, hombres que se disputarían el honor de verla de cerca, en su camerino, después de sus actuaciones, en un intento por poder acariciar aquella piel que ella dejaba entrever en sus sensuales bailes sobre el escenario, cubierto su cuerpo tan solo por unos velos adornados estos con brillantes pedrerías.
Dicen que por ella perdieron la cabeza o le ofrecieron valiosos regalos y joyas, personalidades como el millonario Vanderbilt, el Sha de Persia y el zar Nicolás II, los reyes Alfonso XII de España y Leopoldo II de Bélgica o Alberto de Mónaco entre otros muchos.
Gabrielle D’Annunzio le escribió sus más bellos versos. Se codeó con Renoir y Toulouse Lautrec la retrataría en uno de los dibujos que hoy conserva el Museo de Lautrec en Alvi. Julio Romero de Torres la pintó en este bellísimo cuadro que hoy vemos y que alguien alguna vez dijo que era el cuadro más bello del mundo.
A la Bella Otero la retrató Romero de Torres emanando una exquisita elegancia más propia de una duquesa de Alba que de una reina del vodevil. Tocada con peineta y mantilla, esta resbala por su cuerpo y deja que las largas y expresivas manos de la Otero jugueteen con ella. Es difícil, observando a esta mujer adornada de esta guisa y conocida la iconografía de Romero de Torres basada en el prototipo de la mujer andaluza, imaginar el origen celta de la Otero. Al fondo, a lo lejos - los famosos "lejos" de Romero de Torres - un paisaje sombrío con un árbol solitario nos recuerdan la soledad por la que atravesó la Bella Otero rodeada siempre de admiradores dispuestos a sacrificarse por ella a cambio de una mirada, de una caricia.
Carolina Otero, solo tuvo una pasión y esta no la provocó ningún hombre. La pasión y la perdición de esta mujer fueron el juego, los casinos. Toda su inmensa fortuna obtenida a lo largo de su corta vida como artista, como reina de la Belle Epoque, aquellos collares que se decía habían pertenecido a la emperatriz Eugenia o aquellos diamantes que había lucido María Antonieta fueron desapareciendo en aquellas luctuosas noches de los Casinos de Niza o de Montecarlo en los que la bola de la ruleta se empeñaba en no ocupar el número deseado.
La Bella Otero vivió muchos años, tal vez demasiados. A sus 96 años dijo adiós a la vida en una destartalada habitación de un humilde barrio de Niza. Su arte y su soledad los cantó el poeta cubano José Martí en su "Poema X" inspirado por el baile sensual de la Otero en el Eden Musée de Nueva York una fría noche, allá por 1890. Los últimos versos de ese poema cantan su arte y su soledad:
El cuerpo cede y ondea;
La boca abierta provoca;
Es una rosa la boca;
Lentamente taconea.
Recoge, de un débil giro,
El manto de flecos rojos:
Se va, cerrando los ojos,
Se va, como en un suspiro...
Baila muy bien la española,
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca, a un rincón
El alma trémula y sola!
El cuadro "La Bella Otero" pintado en 1914, forma parte de la colección del grupo PRASA y algunas veces sale de su encierro para que los mortales más afortunados podamos volver a contemplar este lienzo que nos muestra a aquella mujer morena, con los ojos de misterio y el alma llena de pena, que se llamó Carolina o Agustina o Carmen Otero.
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