Modigliani apenas medía 1,65; pero era bello, intenso y excesivo. Murió a los 35 de su propia vida, infectada por la bohemia de las noches largas de hachís, alcohol, sexo, pendencias y otras ebriedades no menos líricas. En sus borracheras buscaba el alcaloide de esa aleación de vértigo y fugacidad a la que los románticos llamaban «vida». Era un epígono entusiasta del vive a tope, muere joven y deja un hermoso cadáver. Por eso, cuando la cocaína mezclada con hachís le sabía a poco, se colocaba con una absenta explosiva llamada mominette, un alucinatorio destilado hecho de patatas. Sus amigos Cocteau, Picasso, Brancusi, Blaise Cendrars… le llamaban Modí, que es exactamente como se pronuncia la palabra francesa para decir «maldito». Nomen, omen: el nombre es el destino. El suyo fue el de un marginal de porte aristocrático con su traje de terciopelo ocre, camisa amarilla, bufanda roja y un sombrero de ala ancha. Picasso dijo de él que era el único tipo en París que sabía vestir. Recitaba fragmentos de La Divina Comedia, mientras serpenteaba por entre las mesas de La Rotonde ofreciendo dibujos por unos pocos francos o un vaso de vino. Dessins à boire, arte no por comercio, sino por dipsomanía.
Jeanne Hebuterne with Hat
Desde niño se sintió amado por las mujeres, por su madre la francesa Eugenia Garsin, que era intelectual, corajuda, librepensadora e inculcó en su vástago el veneno del arte absoluto. Por su tía Laura, que le leía a Kropotkin y lo reconciliaba con su compleja herencia sefardí. Más tarde, por las mujeres de su Livorno natal, por las prostitutas de los arrabales venecianos. A los 22 años llegó a París. Era brillante, exquisito y hablaba el francés sin acento. Vivió en buhardillas miserables, en falansterios o comunidades utópicas cosmopolitas, en habitaciones de amantes eventuales, en hoteluchos de tres al cuarto, en la comuna de la rue Delta, de donde lo echaron por vándalo y camorrista. Con 14 años se mudó de casa 30 veces. Quería ser escultor, pero la tuberculosis, que le afectaba desde los 16 años, y su pobreza, que le impedía comprar la piedra, lo disuadieron de continuar. Empezó a pintar con la fiebre de una ansiedad que siempre lo escoltó como una sombra lacada y gris. Sus modelos eran invariablemente sus amantes, dependientas de lavanderías, bellas tenderas, groupies del arte, chicas de la academia de pintura Colarossi… Dibujó cientos de cuadros y miles de dibujos en solo 10 años. Siempre retratos y desnudos.
Cuerpos transfigurados,rostros de mujeres atemporales, ojos azules de pupilas ausentes por donde se asoma el alma, cabezas oblongas, cuellos cilíndricos como robados a los cisnes. Retratos estilizados que parecen enmarcados en la horca. Festín de líneas definidas y formas ovales. Sus malabarismos palpitan entre lo íntimo y lo remoto, entre lo tradicional y lo moderno, entre lo occidental y lo exótico. Es un hombre solo, un artista único, un pobre elegante, un moderno antiguo, un italiano francés, un desgarro en carne viva.
Decía que (pintar a una mujer es poseerla).De manera retórica, no física, amó a Eleonora Duse, la amante y musa del escritor Gabriele D’Annunzio. Él tenía 21 años cuando la pintó; ella, 47, y formaba junto con Sarah Berhardt y Ellen Terry, el trío de las tres gracias de la escena del siglo XIX y los primeros años del XX. A la Duse, Modigliani la pintó con el rostro difuminado, como queriendo rescatar en la tela la enigmática luminosidad de su rostro perfecto. Si el pintor la amaba, la amaba como a un ángel. Todavía le faltaban varios herbores para que del artista joven empezara a brotar el sátiro
Cuatro años después, sedujo a la mejor poetisa rusa de todo el siglo XX, Anna Ajmátova, a quien conoció en París cuando ella estaba de luna de miel con su marido, el poeta Nicolai Gumilev. Modí tenía 26 años; ella, 21, con ojos verdiaguados, cabello oscuro y un perfil egipcio, como el de las máscaras que el pintor había admirado en el Trocadero parisino. El artista y la modelo se enamoraron, pasaron juntos el verano de 1911 y, bajo esa influencia, ella escribió poemas convulsos que forman parte de su primer libro, Atardecer. Él no llegó a pintarla nunca, pero la dibujó 20 veces. Aunque intercambiaron tiernas cartas de amor, se perdieron en el sitio de Leningrado. Fue la menor de las tragedias de la vida azarosa y triste de Anna Ajmátova.
Con la escritora y periodista sudafricana Beatrice Hastings, Modigliani vivió dos años en Montparnasse. Le hizo 11 retratos y una copiosa serie de dibujos. Bajo seudónimos múltiples, esta feminista mística, misteriosa y sexualmente liberada, evocaría el esplendor y las broncas de aquel amor tempestuoso. «Era un cerdo y una perla, hachis y brandy, ferocidad y glotonería», así lo recordó hace años en la revista New Age. Contó también que Modí la arrojó una vez contra el cristal de una vitrina. Sola y pobre, muchos años después Beatrice Hastings metió la cabeza en el horno de gas y se quitó de en medio para siempre.
Ritratto di Jeanne Hébuterne
Su gran amor... Antes hubo otras muchas: Nina Hamnet, Lunia Czechowska, María Vassilieff, Burty Haviland y un gran etc... Ellas le dieron amor, dulzura y mucha paciencia; él les desnudaba el cuerpo y les revelaba el alma en telas que ahora son caras e inmortales. Modigliani era fascinante no sólo por el fuego de su mirada. Pero de todas las historias de su corazón la más triste y desgarradora fue la última. Conoció a Jeanne Hébuterne en 1917, cuando ella tomaba clases de pintura en la academia Colarossi y él tenía su taller justo al lado, en Montparnasse. Jeanne Hébuterne tenía 16 años; Modigliani, 33. Pasaba por ser un solitario cimarrón, abismado en una angustia perpetua. A ella le gustó él porque había un reverbero de dolor en su mirada. A él le gustó Jeanne por la frescura de su rostro fino, sus ojos azules, el esplendor de su cabello castaño. La encontró dulce y melancólica. Jeanne Hébuterne aún no sabía que ese hombre bello era un implacable destructor de las mujeres que amaba. No supo que ese amor oscuro la atraparía hasta la aniquilación.
La pareja se instaló en un estudio de la rue Grande-Chaumière, contra la voluntad de los padres de ella, que no aceptaban a ese (pintor pobre, judío y extranjero). Fue amante heroica en gozo y en dolor. No sabemos mucho más. Hablaba poco, nadie la vio reír. Quedan tres fotos de ella que no la acreditan como singularmente bella, pero Jeanne Hébuterne siempre fue demasiado sensible a la belleza: tal vez ese fue su karma. También se conservan algunas de sus pinturas y dibujos a lápiz, de líneas fluidas. Una pintura representa el patio de la casa donde vivieron el último año de sus vidas; el otro es un retrato de Modigliani.
Amedeo vivía escindido entre la certeza de su talento y la evidencia de su fracaso;. Sobre todo temía morir pronto y espantaba el miedo con el frenesí. A finales de 1918 tuvieron una niña, Giovanna, que con los años escribiría la mejor biografía de Modigliani. Su padre seguía tosiendo sangre, su madre trataba de ocultar las lágrimas para posar como modelo de su amante devastado. Cuando Modigliani consiguió exponer en la galería Berthe Weill, la policía clausuró la muestra por ultraje al pudor. Son desnudos de sexualidad incendiaria que hoy suscitan la admiración universal, pero entonces prendían el escándalo. Se refugió de nuevo en el alcohol y otras dependencias, y los parroquianos de los bares de Montparnasse lo vieron declamar versos de Rimbaud y de D’Annunzio.
Modígliani y Jeanne vivían dentro de un interior de rayos luminosos y sombras tétricas, habían construido un ecosistema de gritos y susurros. Habían compartido lágrimas, se habían abrazado como náufragos y se habían convertido en hermanos siameses. Cuando la cirugía los separó, ella se sintió ¿demediada? Habían escrito sus destinos en la carne del otro y la carne no miente. Ni perdona. Esa carne fue su horóscopo. Amedeo Modigliani, hechizado por los enigmas del alma de su amante, la desnudaba de noche y la pintaba de día, pero nunca llegó a saberlo absolutamente todo de ella. Nunca llegó a saber que para ella amar era lo mismo que morir si moría él.
Modigliani, el solitario atormentado, el anarquista ebrio, el politoxicómano creativo, había frecuentado la piel de una legión de mujeres, pero su fantasía sólo quedó atrapada en la lealtad mineral de aquella artista adolescente herida por las estocadas del amor hasta la muerte. La había retratado no menos de 27 veces, pero nunca quiso que ella posara desnuda. El pintor, que no había dudado en retratar sin ropa a cualquier mujer que estuviera dispuesta a posar para él, no quería sin embargo que nadie viera la desnudez de Jeane Hébuterne. El amor y el secreto del otro eran lo mismo para él. Bañado en sudor y delirios, Modí falleció, el 25 de enero de 1920, en el Hospital de la Caridad. Estaba enfermo de meningitis tuberculosa. Eso dijeron los médicos. Nevaba sobre París. Al día siguiente, una inconsolable Jeanne supo que no podía vivir sin aquel hombre raro y mal compañero, que no podría extirparlo de su alma y espantar la reverberación del espanto. No esperó más. A las cuatro de la mañana de aquel domingo, abrió la ventana y se arrojó al vacío. El pavor y el espanto le abrieron a Jeanne las ventanas del quinto piso de la rue Amyot, enferma de un olvido imposible. Los vecinos que oyeron el estrépito, se asomaron a la calle gélida y contemplaron con estupor lo que quedaba de aquella mujer joven una vez que la vida le había arrancado de su lado al ser que amaba: un cadáver hermoso.
En cuanto a su pintura en ocasiones se le cita como un expresionista, pero es difícil dar ese calificativo a la finesse típica de Modigliani. El artista que más veneraba fue Cézanne, aunque nunca se interesó por representar la naturaleza; sólo pintó tres paisajes y no se conoce ninguna naturaleza muerta suya. La influencia de la vanguardia no sería determinante para la creación de su característico estilo. El canon alargado de sus figuras evidencia el gusto por el manierismo y enlaza sus personajes femeninos con las imágenes de los cuadros de Parmigianino. La estilizada geometrización de las formas denota el impacto que sobre él ejerció el descubrimiento del arte africano, que realizó gracias a su amigo Brancusi.
La influencia del arte primitivo se manifiesta especialmente en sus esculturas. Los numerosos esbozos y dibujos preparatorios de las Cariátides se concretaron en una única escultura que realizó entre 1913 y 1914 y que se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Su práctica escultórica fue determinante para la configuración de su pintura. Entendía que el único modo de hacer escultura era tallando directamente la piedra y en muchas ocasiones se sintió más escultor que pintor. Las estatuas que han sobrevivido (unas veinticinco) no se ajustan a ninguna de las dos tendencias predominantes en la época (cubismo y futurismo); en ellas se encuentra un alto grado de sentido plástico, una solidez en las formas y una tendencia hacia el ritmo y la esquematización que también son características de su pintura.
En cuanto a su pintura en ocasiones se le cita como un expresionista, pero es difícil dar ese calificativo a la finesse típica de Modigliani. El artista que más veneraba fue Cézanne, aunque nunca se interesó por representar la naturaleza; sólo pintó tres paisajes y no se conoce ninguna naturaleza muerta suya. La influencia de la vanguardia no sería determinante para la creación de su característico estilo. El canon alargado de sus figuras evidencia el gusto por el manierismo y enlaza sus personajes femeninos con las imágenes de los cuadros de Parmigianino. La estilizada geometrización de las formas denota el impacto que sobre él ejerció el descubrimiento del arte africano, que realizó gracias a su amigo Brancusi.
La influencia del arte primitivo se manifiesta especialmente en sus esculturas. Los numerosos esbozos y dibujos preparatorios de las Cariátides se concretaron en una única escultura que realizó entre 1913 y 1914 y que se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Su práctica escultórica fue determinante para la configuración de su pintura. Entendía que el único modo de hacer escultura era tallando directamente la piedra y en muchas ocasiones se sintió más escultor que pintor. Las estatuas que han sobrevivido (unas veinticinco) no se ajustan a ninguna de las dos tendencias predominantes en la época (cubismo y futurismo); en ellas se encuentra un alto grado de sentido plástico, una solidez en las formas y una tendencia hacia el ritmo y la esquematización que también son características de su pintura.
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Desnudo sentado en un divan
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