Esta tabla de El Bosco resulta particularmente hilarante en el
tratamiento del tema. La Extracción de la Piedra de la Locura era una
supuesta operación quirúrgica realizada durante la Edad Media. Según los
testimonios escritos, consistía en la extirpación de una piedra que
causaba la necedad en el hombre, la suprema estupidez. Los testimonios
dan a entender que algunos casos que realmente se ejecutaron tenían el
carácter de una lobotomía. En la práctica más frecuente, esta extracción
era un rito simbólico que el curandero realizaba sobre el paciente,
para curarle de la estulticia. El Bosco plantea la escena en un círculo,
rodeado por una leyenda en hermosos caracteres góticos: "Maestro,
quíteme la piedra, me llamo Lubbert Das". Este nombre es un tópico en la
cultura neerlandesa para designar al culmen de la estupidez humana.
Además, el personaje que le opera lleva en la cabeza un embudo, tal vez
alegoría de la locura, y está acompañado por dos religiosos, un clérigo y
una monja, que lleva sobre su cabeza un libro cerrado; esto nos inclina
a pensar que sean alegorías de la superstición y la ignorancia, de la
cual se acusaba frecuentemente al clero. Este tema, unido al formato
circular que podría remitir al de un espejo, parecen arrojar al mundo la
imagen de su propia estupidez al desear tan erróneamente superarla. Por
cierto, que la piedra del tema no es tal, sino que de la frente del
gordo campesino sale una flor, similar a la que yace sobre la mesa del
"médico".
Es bien fácil comprender las razones del deleite que causa esta obra desde 1968. Para empezar, las razones del título, Extracción de la piedra de locura,
no se muestran sino incidentalmente. Hay que desenterrarlas, como
sucede con otros símbolos custodiados en la misma pieza. Decir que una
imagen del Bosco las explica es una afirmación plausible. Apenas si
es necesario añadir que Alejandra halló un motivo idéntico en un poema
indígena, rescatado por el Instituto de Lingüística de la Facultad de
Filosofía bonaerense. En cualquier caso, se trata de rituales
complementarios: la piedra encarna en esta o aquella forma, pero de
todas las que componen el lapidario es la que siempre transforma la
armonía en delirio. En ella, por tanto, el desvarío es preponderante,
como sucede en cualquier objeto mágico cuya eliminación metaforiza el
efecto de un demiurgo sobre el barro de la humanidad. Su extracción es
un método sensible que requiere tiempo.
«Inaccesible palabra, y silencio —escribe Silvia Baron Supervielle—.
Que aparece sin mostrarse. Divinidad que aspira a ser notada por su
alma, no por la perfección de su aspecto. Velo de invisibilidad, que
la diferencia de las divinidades de la tierra, del agua o del fuego» .
La misma autora recuerda que, no lejos de este trance cosmogónico,
Pizarnik también desea con desesperación franquear un punto crucial
que nunca podremos superar sin arriesgar la vida. La explicación nace
de una certeza: sin sobrepasar ese punto, la carrera de un poeta —y la
de un chamán, añadimos— no se vuelve verdaderamente viva. Por eso, al
final, Baron especifica que «ella pagó con su persona, para que la
oscuridad en la que se debatía, se transformara en un negro diamante
resplandeciente»
¿Significa la piedra una distensión del tiempo? ¿Qué sentimientos
despliega su cirugía silenciosa? Relacionando estas sutilezas con la
voluntad del alma, Bernardo Ezequiel Koremblit cifra en esta última el
genuino destino del poeta. Al cabo, ese anhelo del ser poético,
«caldeado y forjado en la fragua de sus propósitos y sus vehemencias,
aspira a obtener un destino más alto o más profundo o extrañamente
singular, en las cimas o las simas que lo remonten o lo abatan, tanto
da para su personalísimo desiderátum»
Tenemos que asomarnos, junto a Pizarnik, al paisaje vertiginoso que
preludia el abismo: «Esta lila se deshoja. / Desde sí misma cae / y
oculta su antigua sombra. / He de morir de cosas así». Abandonada al
curso de este desgarro, la poeta prefiere la madrugada para expresar
su lamento: «Veo crecer hasta mis ojos figuras de silencio y
desesperadas. / Escucho grises, densas voces en el antiguo lugar del
corazón». Y en ese punto, decide completar en soledad el ciclo de
sucesivas transformaciones: «Manos crispadas me confinan al exilio. /
Ayúdame a no pedir ayuda. / Me quieren anochecer, me van a morir. /
Ayúdame a no pedir ayuda». Al final, redescubre dos figuras que
ahorran toda explicación: «La muerte ha restituido al silencio su
prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aun si
el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino».
Si la poesía trasciende al lenguaje, entonces cabe construir un
sistema mitológico, ajeno a la historia y los calendarios pero no a la
vigilante conciencia. Un sistema que la autora aboceta y luego
emborrona sin remordimiento ni pizca de asombro en la cuarta parte del
libro: «Mi oficio —confiesa Alejandra en ese tramo— (también en el
sueño lo ejerzo) es conjurar y exorcizar. ¿A qué hora empezó la
desgracia? No quiero saber. No quiero más que un silencio para mí y
las que fui, un silencio como la pequeña choza que encuentran en el
bosque los niños perdidos. Y qué sé yo qué ha de ser de mí si nada
rima con nada».
http://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/pizarnik/obra/extraccion.htm
http://www.artehistoria.com/v2/obras/682.htm
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