Despues de recorrer las salas casi desiertas del Museo Nacional de Arte Antiguo de Lisboa buscando un solo cuadro, Las tentaciones de san Antonio,de
El Bosco.
"El Bosco no era un genio solitario y marginal, sobre todo porque los genios solitarios son un invento posterior a él"
Se puede apreciar
de cerca esa calidad vibrante de la
pintura, la fuerza de los colores no ensombrecidos por el paso de
siglos, el contraste entre la modernidad del medio (el óleo) y la
macabra imaginería medieval que representaba. Cuesta hacerse a la idea
de que El Bosco es una generación más joven que Piero della Francesca y
coetáneo casi exacto de Leonardo da Vinci. Comparado con ellos, parece
muy anterior, menos cercano al Renacimiento que a los bestiarios
fantásticos y a los capitales abigarrados de siglos anteriores. Y
también pareció, en una época tan dada a la vanidad estética como el
siglo XX, que era un predecesor de las alucinaciones y las
irracionalidades del surrealismo, ese movimiento en el que abundaron
tanto los expertos en autopromoción. El mérito de El Bosco, como el de
los profetas del Antiguo Testamento, habría sido anunciar con quinientos
años de anticipación a André Breton y sus amigos, y de paso el
psicoanálisis y hasta la psicodelia.
En el prólogo a su excelente biografía de Marx, Jonathan Sperber dice
que un historiador es alguien "dedicado a entender el pasado en sus
propios términos, y cuidadoso de no jugarlo según las concepciones del
presente". En el Museo Nacional de Arte Antiguo de Lisboa, sentada delante del tríptico de Las Tentaciones de san Antonio,
yo sentía la apelación turbadora y burlesca de esas imágenes que estaba
mirando de cerca por primera vez, en ese estado creciente de excitación
que tiene algo de embriaguez visual. Y también me acordaba de mi
antiguo proyecto, de la necesidad de saber lo que el pintor y sus
contemporáneos veían en ellas. El Bosco no era un genio solitario y
marginal, sobre todo porque los genios, solitarios y marginales o no,
son un invento varios siglos posterior a su vida. Vivía y trabajaba en
su propio tiempo, no en un anticipo defectuoso del nuestro. Hijo y nieto
de pintores, y miembro como ellos de un gremio, ejercía su oficio en un
sistema de producción muy reglado, en el que ser pintor no tenía nada
de particular. Probablemente esa posición estaba reforzada porque vivió
siempre en una ciudad provincial, Hertogenbosch, no en uno de los
centros que en Flandes o en Italia marcaban los caminos más renovadores
en el arte. Y no hay tampoco indicios de que fuera un heterodoxo o un
radical religioso o político. Lujos así no podía permitírselos un
artesano de la pintura. Era un miembro respetado de la comunidad, y
tenía una clientela variada e influyente. De modo que nada de visiones
delirantes que no pudieran ser comprendidas por sus contemporáneos, y
que debieran esperar varios siglos hasta merecernos a nosotros: la gran
mayoría de esos seres que pueblan sus pinturas pertenecen a repertorios
simbólicos que eran de conocimiento común en su tiempo. El Bosco no se
dedicaba a escandalizar a los biempensantes, como aseguran que hacen
algunos de los artistas más celebrados y mejor pagados de la actualidad,
sino a representar el mundo de acuerdo con un idioma visual que nos
parece indescifrable no porque lo sea, ni porque hubiera nacido de la
fiebre visionaria o trastornada de su imaginación, sino porque se ha
perdido una gran parte del conocimiento necesario para comprenderlo. De
vez en cuando, sus imágenes son traslaciones literales de proverbios en
holandés, o incluso de giros o juegos de palabras. Su mundo es el del
milenarismo a la vez religioso y político de la tardía Edad Media, el de
las danzas de la muerte, las celebraciones carnavalescas, la sátira de
la desvergüenza de los frailes, la exigencia de una piedad interiorizada
y contemplativa que poco después daría lugar a la Reforma.
Se puede leer sobre el mundo y los
mundos de los tiempos de El Bosco, sobre símbolos alquímicos y figuras
del tarot, sobre la cultura popular que asoma en Erasmo y en Rabelais,
con su celebración de lo corporal y lo grotesco, según explicaba con
erudición impetuosa el gran Mijaíl Bajtín. Creo que llegué a saberme
casi palmo a palmo el tríptico de El carro del Heno, el de El jardín de las delicias, este de Las Tentaciones de san Antonio que no tenía ninguna esperanza de ver porque estaba en la lejana Lisboa.
No sirve de nada. En aquellos la historia del arte era unas veces
un catálogo polvoriento de fechas y títulos y descripciones detalladas y
superfluas, y otras veces un rumiar monotono de palabrería marxista
perfectamente intercambiable, fuera cual fuera la obra, la época o el
artista del que se tratara. Había un marxismo rústico que veía la lucha
de clases hasta en un apio de Sánchez Cotán y un marxismo de más altos
vuelos intelectuales con muchas citas de Althusser y de retorcidos
teóricos italianos. Daba igual. En los estudios de historia del arte no
había casi nadie que se molestara en mirar una obra de arte o que nos
alentara a hacerlo, a descubrir su materialidad irreductible, a intentar
comprender el proceso por el cual había llegado a existir. Tan ocupados
estaban en asignarles significados ideológicos que no tenían ninguna
curiosidad por saber qué habían significado para quienes las hacían, las
encargaban, las admiraban.
Ha pasado el tiempo y... en Lisboa, en la última sala del Museo de Arte
Antiguo, permanecen inalterables la maravilla y el misterio de Las tentaciones de san Antonio.
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/11/05/actualidad/1383656960_063621.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario