viernes, 18 de octubre de 2019

FRANCISCO DE PRADILLA Y DOÑA JUANA I DE CASTILLA



El Eclecticismo español es una etapa de la historia de la pintura española del siglo XIX, que abarca aproximadamente los años 1845 a 1890. Se caracteriza porque sus artistas no se adscriben a ninguna de las corrientes pictóricas de la época como el Academicismo, Realismo, el Prerrafaelismo, o el naciente Impresionismo; ni crean ninguna propia, sino que se limitan a practicarlas todas sin especializarse en ninguna de ellas. Lo mismo sucede con los temas tratados, donde se mezclan las escenas mitológicas, las costumbristas, las de denuncia social, el paisajismo... sin embargo sí hay un género que gozó de gran popularidad y que fue ampliamente practicado, el de la pintura de historia. En una época en la que se está construyendo el estado liberal español y de auge del nacionalismo en Europa, proliferan estos cuadros que recrean momentos especialmente brillantes o sentimentales de la Historia de España: la toma de Granada, el testamento de Isabel la Católica, la ejecución de los comuneros... Se trata de lienzos de enormes dimensiones, como si se intentase engrandecer la escena retratada aumentando el tamaño del cuadro; y cuentan con un detallado estudio histórico que recrea con realismo cada detalle, cada lugar, cada vestimenta, cada objeto.
Una de las principales figuras del eclecticismo español es la del zaragozano Francisco Pradilla, que llegó a ser director de la Academia española en Roma y del Museo del Prado, ambos puestos abandonados al poco tiempo, pues la excesiva burocracia de los cargos le dejaban pocas horas para ejercer la pintura. Como era costumbre en la época, para completar su formación académica obtuvo una beca de la Real Academia de Bellas Artes que le permitió vivir como pensionado en Roma. 


Cuadro por excelencia del género histórico en España. Se trata de la evocación del viaje que hace doña Juana desde la Cartuja de Miraflores a Granada acompañando el cadáver de su esposo Felipe el Hermoso. Según la crónica de P. Mártir de Anglería, la comitiva estaba compuesta por eclesiásticos, nobles y caballeros, y en una de las jornadas, de Torquemada a Hornillos, "mandó la reina colocar el féretro en un convento que creyó ser de frailes, mas como luego supiese que era de monjas, se mostró horrorizada y al punto mandó que lo sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí hizo permanecer toda la comitiva a la intemperie, sufriendo el riguroso frío de la estación". Pradilla recoge este momento, reflejando el drama amoroso, los detalles de la comitiva y la riqueza del paisaje invernal castellano
La obra nos muestra una de las etapas del escabroso viaje que protagonizó la reina Juana I de Castilla junto al féretro de su difunto esposo Felipe I de Habsburgo, llamado el Hermoso, desde la Cartuja de Miraflores en Burgos, hasta la Catedral de Granada, donde iba a ser enterrado. Según una anécdota popular, en un momento del trayecto, la comitiva realizó un alto en el camino para pasar la noche al cobijo de un monasterio cercano, pero la reina Juana al enterarse que se trataba de un cenobio femenino, prefirió pasar la noche a la intemperie que ver a su marido rodeado por mujeres, aunque estas fuesen monjas. Ese preciso instante escoge Pradilla para plasmarlo en el lienzo, pues ejemplifica claramente los rasgos que tradicionalmente se han atribuido a doña Juana: amor ciego, pasión, celos.


El centro de la composición lo ocupa la reina, aislada del resto de figuras, todos los detalles que la representan contribuyen a la carga dramática de la escena. Aparece envuelta por el humo de una fogata cercana, vestida de riguroso luto, con sus ropajes fuertemente agitados por el viento. La mirada, completamente perdida, ni siquiera se fija en el féretro de su amado que está junto a sus pies. En su mano izquierda se puede apreciar otro signo de su viudedad, lleva puestos los dos anillos de boda, el suyo y el de su marido. Por si fuera poco, sus prendas no pueden ocultar su avanzado estado de gestación, en su vientre lleva a Catalina, hija póstuma, que viviría durante años junto a su madre, cautivas en Tordesillas. 


El ataúd de Felipe el Hermoso ayuda a completar la composición en aspa del cuadro, trazando una diagonal ascendente de izquierda a derecha que se contrapone a la formada por el humo de la hoguera, que va de derecha a izquierda. Descansa en el suelo sobre una parihuelas y está ricamente decorado con los escudos de sus numerosos dominios, tanto el águila bicéfala del escudo imperial, como hijo del emperador Maximiliano I de Habsburgo, como los escudos de Castilla, de Aragón, de Granada, del ducado de Borgoña, del ducado de Brabante, del ducado de Carniola...


Detrás de la reina se sitúa una parte del séquito, guardando una distancia respetuosa. Aquí el pintor demuestra su esfuerzo por reproducir de forma realista los vestidos y trajes de la época, fruto de una profunda investigación. Con una gran calidad técnica pinta las diferentes texturas, colores y brillos de las telas. Además supone una excelente excusa para representar una serie de figuras humanas en diferentes posturas y con actitudes diferentes, ya sea piadosa, compasiva, indiferente, contemplativa... Tras ellos se aprecia el convento que han dejado atrás por deseo expreso de la reina.


A la izquierda del lienzo se aprecia el resto de la comitiva, llegando lentamente hasta la reina. Portan grandes velones por la inminente caída de la noche sobre los campos de Castilla. Avanzan con dificultad por el frío y el fuerte viento del invierno. El cielo aparece pesado y nublado, creando una atmósfera que ayuda a cargar la escena de emotividad. Mientras, en primer plano un monje con hábito blanco se encarga de orar por el difunto junto a uno de las sirvientas de la reina.

Técnicamente es la obra maestra absoluta de toda la producción de Pradilla, pintada a sus veintinueve años, significó, además de la inmediata fama internacional para el artista, la más soberbia plasmación plástica de un tema que obsesionaría al pintor durante toda su vida y que resume (quizá mejor que cualquier otra pintura histórica del antepasado siglo) todos los ingredientes del género, tanto desde el punto de vista formal como en su concepto. En efecto, el lienzo despliega la más bella visión romántica de la figura de la reina Juana I de Castilla (1479-1555); personaje en cuya historia se reunían, bajo la alta dignidad de su condición regia, aspectos tan especialmente atractivos para el espíritu decimonónico como la pasión arrebatadora de un amor no correspondido, la locura por desamor, los celos desmedidos y la necrofilia. Pintado en Roma como tercer envío de pensionado de la Academia de España, su exposición pública en la Ciudad Eterna en mayo de 1877 no hizo más que prologar el desbordante éxito que la pintura obtendría después. Ejecutado con la extraordinaria maestría plástica de que Pradilla hizo gala a lo largo de toda su vida, es sin duda alguna uno de los cuadros más cautivadores e impactantes del género; razones en las que reside buena parte de su bien merecida fama y del clamoroso éxito con que fue acogido en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878.

Pradilla demuestra en esta pintura su habilidad absolutamente maestra en la utilización escenográfica del espacio exterior y su sentido rítmico y perfectamente equilibrado de la composición, estructurada en aspa y envuelta en la plenitud atmosférica del paisaje abierto en que se desarrolla el episodio. Junto a ello, su puesta en escena está resuelta con un especial instinto decorativo en la representación de los diferentes elementos accesorios -huella todo ello de su formación juvenil junto al pintor escenógrafo Mariano Pescador-, así como en el tratamiento de las indumentarias y, sobre todo, de los elementos orográficos y atmosféricos que refuerzan la tensión emocional del argumento, subrayada por la intensidad expresiva de los personajes. Todo ello está interpretado con un realismo intenso, de ejecución vigorosa y segura, con un toque justo y certero, atento al dibujo definido y riguroso pero de técnica libre y jugosa, plenamente pictórica, con la que este maestro cuajó un lenguaje plástico enteramente personal, que llegaría a ser bautizado en la época como estilo Pradilla; reflejo en realidad del realismo internacional vigente en el género histórico en toda Europa en el último cuarto del siglo, y que a partir de entonces siguieron incondicionalmente la mayoría de los pintores de historia de esos años 

No hay comentarios:

Publicar un comentario