En la actualidad vivimos un proceso de “redescubrimiento” de la Tardoantigüedad (o la Alta Edad Media, según la terminología empleada y el ámbito) a partir de la Arqueología, con un mayor volumen de producción historiográfica en los últimos años. Su situación a caballo entre dos periodos históricos tradicionalmente consolidados en la Península Ibérica (la Antigüedad y el Medievo), así como la escasez de fuentes escritas han perjudicado, entre otras razones, su estudio. No obstante, hoy día la Arqueología ofrece grandes posibilidades al respecto.
A lo largo de estas líneas nos centraremos en comentar una de las líneas de discusión que acoge la Arqueología Medieval en su seno: la cuestión de las iglesias denominadas como “visigodas”. Este debate comienza a partir de las publicaciones de L. Caballero Zoreda (2000) sobre la arquitectura visigoda, en concreto tras la crítica a S. Garen y la puesta en duda de su modelo explicativo, pasando a desarrollar una peculiar “Arqueología de las iglesias”. En ella se dibujan dos posturas enfrentadas a la hora de otorgar una cronología a este tipo de iglesias: o pertenecen al mundo visigodo o tardorromano (hasta el siglo VII) o al islámico o prerrománico (siglos VIII, IX y X), siendo la última la opción defendida por este autor.
En el análisis de la decoración arquitectónica parece presentarse como único argumento “visigotista” la presencia de formas figurativas. Al respecto, nótese la influencia de la Historia del Arte en la Arqueología Medieval, en especial en este tema (con aportaciones, por otra parte, muy importantes, pero que no deben cegar otros posibles caminos, como por desgracia parece ocurrir en la práctica). Ello se encuadra en un contexto historiográfico que, siguiendo a L. Caballero Zoreda, cuenta con una serie de trabas mayores: escasez de datos cronológicos procedentes de otras vías de estudio y de la crítica de los mismos, ausencia generalizada de indagaciones al respecto de los yacimientos en general y del resto de la cultura material en particular, excesiva importancia de la tipología estilística y de los modelos explicativos por encima de otras argumentaciones y la tendencia a observar los grupos crono-culturales como estancos. En esta dirección, ambientes sin estos lastres, tales como el portugués, son más aptos a la hora de romper paradigmas. Este investigador interpreta que la aportación islámica fue posible gracias a una serie de condiciones, entre las que figuran la existencia de un ámbito socioeconómico dinamizador, un componente cultural que sirva de puente, la transmisión mutua entre culturas de elementos de todo tipo (por ósmosis en la mayor parte de los casos) y el desarrollo de unos medios técnicos con la suficiente entidad como para poder llevar a cabo los proyectos arquitectónicos en cuestión.
Frente a este posicionamiento se han alzado algunas voces reivindicando la riqueza del inventario monumental hispanovisigodo. Éste es el caso de A. Arbeiter (2000), que alude a la importancia del Reino de Toledo en la Península Ibérica, a cuya entidad correspondería la presencia de un conjunto de iglesias significativo. Este autor reconoce hasta cierto punto la viabilidad de un canal omeya como vía de influencias decorativas arquitectónicas hasta la Península Ibérica, pero recuerda la importancia del arte paleobizantino, que posee todos los componentes encontrados en estos templos en oriente en torno al siglo VI. Defiende, a tenor de lo expuesto, la presencia de lo bizantino en la arquitectura peninsular, así como el visigotismo de estos monumentos.
San Pedro de Alcantara (Malaga)
Hagamos un breve recorrido a lo largo de las iglesias aquí aludidas y sus antecedentes, con la intención de ilustrar lo anteriormente comentado y poder profundizar en la problemática. Un primer grupo de estos santuarios lo constituirían las iglesias paleocristianas (siglos V-VI), poseedoras de las siguientes características: planta basilical, habitual doble ábside, interpretado por C. Godoy (1995) como espacio conmemorativo de mártires, construcción en mampostería, cubierta de madera a doble vertiente y escasez decorativa. Estos serían los casos, por ejemplo, de Casa Herrera (Badajoz), El Germo (Córdoba) o San Pedro de Alcántara (Málaga). En otras zonas (Levante, Islas Baleares), estos edificios tendrían decoración musivaria como resultado de la influencia bizantina. Asimismo, suelen aparecer enterramientos en el interior de las construcciones y sus alrededores (tradición combatida por los obispos a partir del siglo VI). En el caso cordobés mencionado antes, la existencia de un posible campanario nos traslada a otra polémica, la compuesta por la presencia (o no) de complejos monásticos que quizás habrían funcionado como articuladores del territorio ante la desintegración de las villae romanas.
Recópolis - Zorita de los Canes (Guadalajara)
Un segundo grupo correspondería a las iglesias tradicionalmente planteadas como visigodas. Para L. Caballero Zoreda no son del siglo VII (cronología indicada por autores como A. Arbeiter), sino del VIII, IX y X, ya en plena etapa del dominio islámico. No obstante, habríamos de apuntar que hay algunas que parecen tener una fecha segura, siendo el caso de las de Recópolis (Guadalajara) o San Juan de Baños (Palencia). Los rasgos que definen a este conjunto serían: planta centrada, construcción en sillería (en ciertos casos de extraordinaria calidad), presencia de bóvedas y arcos (soluciones arquitectónicas no conocidas en etapas anteriores) y una constante proliferación de escultura decorativa.
En última instancia, esta cuestión sigue disputándose en el terreno formal de la decoración arquitectónica en la mayor parte de los casos. Algunas propuestas han ampliado la óptica de análisis, integrando el polémico edificio en el paisaje; L. Caballero Zoreda ha relacionado algunas iglesias, como Santa María de Melque (Toledo), con la construcción de una serie de presas hidráulicas que, según su argumentación, son de época islámica, si bien muy temprana (siglo VIII). Por el contrario, A. Chavarría Arnau (2007) incluye estas construcciones en un modelo de vertebración del territorio visigodo, costeadas por una aristocracia que toma como modelo el de Bizancio, con una fuerte carga ideológica.
A modo de cierre de estas líneas, se hace necesario decir que el año 711 puede significar una victoria militar e incluso política, pero no una transformación social, económica y cultural. Será a partir del siglo VIII cuando se ponga en marcha un programa de islamización, no tanto religiosa como de integración social. Por otro lado, en esta cuestión subyacen problemas típicos de la Arqueología, como el clásico autoctonismo versus difusionismo o las posibilidades que ofrecen tanto la ruptura como la permanencia de elementos en la cultura. En realidad, la disputa se retrotrae al canal de transmisión de los componentes de estos templos, en si éste fue bizantino u omeya. Al margen del acierto crono-cultural, y con el más absoluto desinterés en hacer del final de este ensayo una defensa del eclecticismo, sería interesante considerar ambas posibilidades según el caso, pues parece obvio que no van a desaparecer de un plumazo las iglesias visigodas, y que los dimmíes debieron tener espacios de culto propios. Quizás en esta arquitectura de “época visigoda” se engloban conjuntos muchos más amplios y variopintos en cuanto a su correspondencia cultural y cronológica. La solución puede venir dada del aislamiento de tipos diferentes, no sólo a partir de sus características formales en la decoración arquitectónica, sino también mediante su inclusión en estructuras más amplias a través de la Arqueología del Paisaje. Interpretaciones como la de A. Chavarría Arnau, sobre todo, suponen un soplo de aire fresco en cuanto a la resolución de los problemas con un cambio de perspectiva, que puede ser el remate de una situación más o menos enquistada en el fragor de la batalla del campo científico.
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